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Acompañando a Alguien más se lo puede preguntar un programa de Jorge Andrés Moya.

Programas emitidos por 1030 AM Del Plata, de 2.00 a 6.00, de martes a sábados, durante 2002 y 2003

Noche de fuego

Programa emitido en julio de 2003

Dice Jacinto Benavente

El amor es como el fuego; suelen ver antes el humo los que están fuera, que las llamas los que están dentro.

Amor y poesía, en fuego y calentura reunidos…

Fuego

  1. m. Desprendimiento de calor y luz producidos por la combustión de un cuerpo.
  2. Cuerpo en estado de combustión: echar algo al ~; ~ fatuo, llama errática que se produce en el suelo, especialmente en los cementerios, por la inflamación del fosfuro de hidrógeno desprendido de las materias orgánicas en descomposición; ~ griego, mixto incendiario inventado en Grecia, con que los bizantinos abrasaban las naves enemigas; fuegos artificiales, invenciones de fuego, como granadas y bombas, usadas en la milicia, cohetes y otros artificios de pólvora, que se hacen para diversión.
  3. Ahumada.
  4. Incendio: pegar ~, incendiar.
  5. Hogar, vecino que tiene casa y hogar: este lugar tiene cien fuegos.
  6. Efecto de disparar las armas de fuego: ~ a discreción, v. descarga; ~ graneado, el que se hace sin intermisión por los soldados individualmente, y a cual más deprisa puede; ~ nutrido, el que se hace sin interrupción y persistentemente; hacer ~, disparar una o varias armas de fuego; dar ~, comunicar el fuego al barreno o al arma que se quiere disparar; apagar los fuegos del enemigo, hacer cesar con la artillería los fuegos de la suya; romper el ~, comenzar a disparar, fig., iniciar una pelea o disputa; ¡Fuego!, voz con que se manda hacer fuego; interj. para ponderar lo extraordinario de una cosa.
  7. fig. Ardor del ánimo, de las pasiones, de una disputa, etc.
  8. Ardor de la sangre inflamada, con picazón y erupción cutánea…

Calentura

  1. f. Elevación de la temperatura del cuerpo (fiebre).
  2. fig., fam. ~ de pollo, enfermedad fingida.
  3. Colomb. Cólera, rabieta…

Dice Lacan:

Recuerden el mito de la mano que se tiende hacia el leño. Qué extraño calor debería llevar consigo esta mano, para que el mito sea verdadero, para que por su acercamiento brote esta llama por la cual toma fuego el objeto, milagro puro, ya que por más raro que sea este fenómeno, aún es necesario que se pueda considerar como impensable que no se lo pudiera impedir.

Este milagro implica que en el medio de este fuego inducido, aparezca una mano. Tal es la imagen ideal de un fenómeno soñado como aquél del amor. Todos saben que el fuego del amor no quema más que en voz baja…

El Tren de Burdeos, Marguerite Duras…

Una vez, tuve dieciséis años. A esta edad todavía tenía aspecto de niña. Era al volver de Saigon, después del amante chino, en un tren nocturno, el tren de Burdeos, hacia 1.930. Yo estaba allí con mi familia, mis dos hermanos y mi madre. Creo que había dos o tres personas más en el vagón de tercera clase con ocho asientos, y también había un hombre joven enfrente mío que me miraba. Debía de tener treinta años. Debía de ser verano. Yo siempre llevaba estos vestidos claros de las colonias los pies desnudos en unas sandalias. No tenía sueño. Este hombre me hacía preguntas sobre mi familia, y yo le contaba cómo se vivía en las colonias, las lluvias, el calor, las verandas, la diferencia con Francia, las caminatas por los bosques, y el bachillerato que iba a pasar aquel año, cosas así, de conversación habitual en un tren, cuando uno desembucha toda su historia y la de su familia. Y luego, de golpe, nos dimos cuenta que todo el mundo dormía. Mi madre y mis hermanos se habían dormido muy deprisa tras salir de Burdeos. Yo hablaba bajo para no despertarles. Si me hubieran oído contar las historias de la familia, me habrían prohibido hacerlo con gritos, amenazas y chillidos. Hablar así bajo, con el hombre a solas había adormecido a los otros tres o cuatro pasajeros del vagón. Con lo cual este hombre y yo éramos los únicos que quedábamos despiertos, y de ese modo empezó todo en el mismo momento, exacta y brutalmente de una sola mirada. En aquella época, no se decía nada de estas cosas, sobre todo en tales circunstancias. De repente, no pudimos hablarnos más. No pudimos, tampoco, mirarnos más, nos quedamos sin fuerzas, fulminados. Soy yo la que dije que debíamos dormir para no estar demasiado cansados a la mañana siguiente, al llegar a París. Él estaba junto a la puerta, apagó la luz. Entre él y yo había un asiento vacío. Me estiré sobre la banqueta, doblé las piernas y cerré los ojos. Oí que abrían la puerta, salió y volvió con una manta de tren que extendió encima mío. Abrí los ojos para sonreírle y darle las gracias. Él dijo: Por la noche, en los trenes, apagan la calefacción y de madrugada hace frío. Me quedé dormida. Me desperté por su mano dulce y cálida sobre mis piernas, las estiraba muy lentamente y trataba de subir hacia mi cuerpo. Abrí los ojos apenas. Vi que miraba a la gente del vagón, que la vigilaba, que tenía miedo. En un movimiento muy lento, avancé mi cuerpo hacia él. Puse mis pies contra él. Se los di. Él los cogió. Con los ojos cerrados seguía todos sus movimientos. Al principio eran lentos, luego empezaron a ser cada vez más retardados, contenidos hasta el final, el abandono al goce, tan difícil de soportar como si hubiera gritado. Hubo un largo momento en que no ocurrió nada, salvo el ruido del tren. Se puso a ir más deprisa y el ruido se hizo ensordecedor. Luego, de nuevo, resultó soportable. Su mano llegó sobre mí. Era salvaje, estaba todavía caliente, tenía miedo. La guardé en la mía. Luego la solté, y la dejé hacer. El ruido del tren volvió. La mano se retiró, se quedó lejos de mí durante un largo rato, ya no me acuerdo, debí caer dormida. Volvió. Acaricia el cuerpo entero y luego acaricia los senos, el vientre, las caderas, en una especie de humor, de dulzura a veces exasperada por el deseo que vuelve. Se detiene a saltos. Está sobre el sexo, temblorosa, dispuesta a morder, ardiente de nuevo. Y luego se va. Razona, sienta la cabeza, se pone amable para decir adiós a la niña. Alrededor de la mano, el ruido del tren. Alrededor del tren, la noche. El silencio de los pasillos en el ruido del tren. Las paradas que despiertan. Bajó durante la noche. En París, cuando abrí los ojos, su asiento estaba vacío.

Necesito de ti, Rafael de León…

Necesito de ti, de tu presencia,
de tu alegre locura enamorada.
No soporto que agobie mi morada
la penumbra sin labios de tu ausencia.

Necesito de ti, de tu clemencia,
de la furia de luz de tu mirada;
esa roja y tremenda llamarada
que me impones, amor, de penitencia.

Necesito tus riendas de cordura
y aunque a veces tu orgullo me tortura
de mi puesto de amante no dimito.

Necesito la miel de tu ternura,
el metal de tu voz, tu calentura.
Necesito de ti, te necesito.

Fuego, también, en La Poesía y Yo, Miguel Menassa…

La pasión: la poesía

Entre la vida
que no me pertenece el amor
y la vida que soy
la locura.
La poesía
puede llenar
todo ese vacío.

Hablaba
siempre en silencio
sin decirle nada.
Ella pensaba en el futuro.

Estábamos así,
sentados uno frente al otro
desde hacía siglos.

Mi voz sonaba hueca
entre los perfumes violentos
de sus nalgas
abiertas como manantiales
como vertientes cristalinas
de rocío abriéndose
al pequeño sol de la mañana.

Mi voz se perdía
entre la acústica marea.

Sigilosos movimientos de su cuerpo
vulva enamorada, vulva de miel
diamante enfurecido
espesa vulva azucarada
sella en mis labios
el silencio.

Más que escuchar mi voz
Ella seguía
pensando en el futuro.

Cabalgando feroz en su locura
yo soy
ese pequeño sol de la mañana.

Rómpete
como se rompe el cristal
haciendo música
y Ella se rompía
sin escucharme.

Bailábamos.

Éramos como un hombre
y una mujer bailando.

Ella me besaba las mejillas
y en ese ardor
yo le decía que la amaba.

Después
éramos capaces de detener la música
para mirarnos francamente a los ojos.

En silencio nos sabíamos famosos,
reyes del gesto
opíparos comensales del amor,
mirarnos
era como morir.

Después, aún, seguíamos
danzando levemente.
Instante de las formas
caídos uno sobre el otro
yo no decía nada.
Ella, era el futuro:

Escribiré en silencio
y la poesía
alforja delirante
silencio perenne
que necesita mi voz para vivir,
llena mi vida de sorpresas.

Hiriente,
jactándose de su momentáneo poder
sobre mis nervios habla para mí.

Yo soy Ella
y Ella es la Poesía
juntas
como si nos hubiesen
arrancado a la tierra
de la misma raíz
ocupamos
un solo espacio en tu corazón.
Somos el mismo tiempo.

Ella y la Poesía aman vestirse
con las mejores sedas.

Joya marina
flor
diadema de locura
brillos serpenteantes
y topacios
embravecidos de tanta luz
para tu cuerpo momificado
siempre igual cada vez
siempre diferente.

Nutren sus cuerpos manjares únicos.
Devorar limpiamente el universo
y hacer el amor las enloquece.
Cuando cierran la boca para morir
en silencio
desean conocer de los sabores
uno diferente.

Siempre ambicionan
estar en otros brazos
y una vez más,
doliente mueca sin sonido
comienza a latir.

Abre sus ojos y pregunta,
¿es el atardecer o la mañana?
Me desplomo a su lado
para no perturbar
el curso de sus sueños.
En silencio dejo de vivir.
Ella sueña
y la noche se puebla de sonidos,
misterios
ardores de su cuerpo y la música.

Sus ronquidos son el bravío mar
y la torpeza de sus dientes
entrechocándose en las sombras
cataratas volcánicas de lejanía y nube.

Ruidos ardientes
anuncian el final de la ternura.
Trenes ensangrentados en la guerra
chirriando a veces porque el dolor
es inalcanzable.

Su piel
brutal enredadera
trepa desordenada,
bramido sideral,
hacia las concavidades
más remotas
hacia los vericuetos.

Amianto vespertino
crece
en el tumulto de los cielos
hacia un destino en llamaradas.

Poesía de fuego
ardiente vulva desgarrada

Ella es la poesía
dragón enamorado
bocanada febril
humo y ceniza.

ipar de fuego Poesía de fuego
consumen vorazmente
hacia los espacios infinitos
el cuerpo del amor.

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