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Alguien más se lo puede preguntar

La Fundación C.E.P. en la Radio

Acompañando a Alguien más se lo puede preguntar un programa de Jorge Andrés Moya.

Programas emitidos por 1030 AM Del Plata, de 2.00 a 6.00, de martes a sábados, durante 2002 y 2003

La honestidad

Programa emitido en septiembre de 2003

Dice Jaques Lacan:

… la verdadera honestidad está quizá allí donde se deja siempre la apertura del camino no cerrado, la verdad inacabada.

Cuando se habla de honestidad se alude a lo que, allí, en ese término, está escondido… incluso, desde los comienzos de la lengua… y se trata, para decirlo de una vez, del honor. Desde allí, nos deslizamos, en asociación, a la palabra de honor… Y la palabra de honor se da… Se da para testimoniar que, lo que se dice, es una promesa que no necesita más que eso, su palabra…

Llevados por estos desfiladeros vemos cómo la lengua ha perdido valor, cómo una palabra puede ser dada y olvidada, cómo -sin ningún prurito- se prometen asuntos que jamás se cumplen…

Sí, hemos caído bajo, los humanos, al olvidar que estamos hechos de palabras. De palabras que tienen su fundamento en actos que se relacionan con ellas… Y que, si disociamos los actos de las palabras, habrá siempre un 'no ser' caminando, como sombra, a nuestro lado.

Alguien ha dicho: Hace algunos años ¿o serán siglos?, cuando la gente tenía palabra y tenía honor, concedía suma importancia a la palabra de honor. El peor baldón para el hombre consistía en tildarle su falta de palabra, que era tanto como enrostrarle su falta de honor. Eran los buenos tiempos en que se hablaba como se pensaba, cuando la palabra estaba hecha para decir la verdad y no para encubrirla o disimularla. Ahora la palabra es como la alfombra: tiene dos dibujos, el de arriba y el de abajo. Y si alguien nos dice que le da mucho gusto vernos en su casa, a lo mejor, por debajo de la alfombra ha puesto la escoba de las despedidas. Tiempo atrás, cuando alguien, tras un ofrecimiento, tras una afirmación, juraba por su palabra de honor que era una verdad de a puño, nadie podía dudarlo, puesto que había firmado el documento con el sello infalsificable de su honradez.

En nuestras relaciones sociales va acabándose la formalidad. Los compromisos contraídos se rompen como un cristal. Las citas prefijadas se anulan a capricho, la puntualidad y la disciplina se relajan. El reglamento diario se trastorna como un cesto de papeles inútiles. Cuando el amigo nos dice que nos espera en su casa el lunes a las diez de la mañana y llegamos presurosos y puntuales, la sirvienta nos recibe con la disculpa temida: el señor tuvo un asunto urgente y salió… Entendemos, mirando bajo la alfombra, que nuestro amigo duerme todavía. Y si hemos adelantado la paga al carpintero para que nos entregue con prontitud los libreros que le mandamos hacer, nos jura que se enfermó de pulmonía doble y que tendrá que doblar el tiempo. Que si tuvo usted el mal gusto de chocar su automóvil, en el taller le dicen que no se apure, que mañana estará listo. Y si llega usted al día siguiente y ya se sueña rodando sin tropiezos hasta que se tropieza con el mecánico, se precisa un día más, porque la reparación del automóvil es más minuciosa de lo que él pensaba.

La formalidad no es sino el respeto consigo mismo, con la verdad y con el prójimo. Esto es, que el sí no niegue ni afirme la negación; sino que se cumpla la promesa tal como fue anunciada y se cumplan y realicen las palabras en su integridad. El recurso a la disculpa no es sino la pérdida de la confianza. La formalidad implica una voluntad tan tenaz que sea capaz de vencer los obstáculos, con tal de verificar lo ofrecido. En el fondo, un informal nos es más que un falto de carácter… Y un mentiroso. Todo hombre informal tiene que ser forzosamente un embustero de a tomo. Para paliar sus inconsecuencias recurrirá al subterfugio, al pretexto, a la disculpa. Se fingirá ocupadísimo; se hará el enfermo; esconderá la cara; dorará la píldora, y terminará culpando a otros o diciendo que pensó en voz alta, que no quiso decir eso, que no lo entendieron, etc.

Y ¿qué decir de los informales a la hora de ajustar cuentas, pagar las medicinas y vencerse los pagares del banco? Ellos solos se van cerrando las puertas hasta crearse una atmósfera adversa. Porque el informal puede mentir una vez y disculparse otra; después se habrá desenmascarado totalmente. Nadie le confiará un asunto delicado o un proyecto importante, nadie le prestará dinero a quien ha sido fichado por su ligereza y su incumplimiento.

La palabra es el hombre. El hombre habla como vive y vive como piensa. Y cuando se jura por la palabra, el hombre se compromete por entero, se da íntegramente, se retrata. En cuanto al honor, ¿qué concepto van teniendo del honor las nuevas generaciones, si es que les interesa tener un concepto del honor? ¿O es que demuestran al exterior el respeto que sienten por sí mismos? ¿O cuidan de su propia reputación celosamente ante la opinión ajena?

La palabra de honor, empeñada como una firma que nos responsabiliza, asegura el compromiso y la confianza. Pero eso era en los buenos tiempos del rey que rabió. No nos queda sino la sabia de aquel rey pintoresco; cuando la sirvienta nos cerró la puerta del amigo dormido; cuando regresamos de la carpintería sin los libreros prometidos; cuando caminamos a pie sin el automóvil compuesto. ¿Qué decir de la rabia de las muchachas cuando el esposo o el novio es un informal, o cuando el jefe o el empleado empeñan su palabra y no les importa cumplirla? ¿Dónde queda la dignidad?, porque ésta se pierde cuando no se es fiel, leal, y respetuoso de sí mismo, de sus principios, de los valores supremos, de su palabra de honor

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