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Alguien más se lo puede preguntar

La Fundación C.E.P. en la Radio

Acompañando a Alguien más se lo puede preguntar un programa de Jorge Andrés Moya.

Programas emitidos por 1030 AM Del Plata, de 2.00 a 6.00, de martes a sábados, durante 2002 y 2003

Cuando existe una carta de amor

Programa emitido en abril de 2003

Dice Armando Tejada Gómez:

no debe andar el mundo con el amor descalzo

Cartas de amor… a un hijo, a un padre, a un amado, a la humanidad…

Febrero, 5.

Hildita querida:

Hoy te escribo, aunque la carta te llegará bastante después; pero quiero que sepas que me acuerdo de ti y espero que estés pasando tu cumpleaños muy feliz. Ya eres casi una mujer, y no se te puede escribir como a los niños, contándoles boberías o mentiritas.

Has de saber que sigo lejos y que estaré mucho tiempo alejado de ti, haciendo lo que pueda para luchar contra nuestros enemigos. No es que sea gran cosa pero algo hago, y creo que podrás estar siempre orgullosa de tu padre, como yo lo estoy de ti.

Acuérdate que todavía faltan muchos años de lucha, y aun cuando seas mujer tendrás que hacer tu parte en la lucha. Mientras, hay que prepararse, ser muy revolucionaria, que a tu edad quiere decir aprender mucho, lo más posible, y estar siempre lista a apoyar las causas justas. Además, obedecer a tu mamá y no creerte capaz de todo antes de tiempo. Ya llegará eso.

Debes luchar por ser de las mejores en la escuela. Mejor en todo sentido, ya sabes lo que quiere decir: estudio y actividad revolucionaria, vale decir: buena conducta, seriedad, amor a la Revolución, compañerismo, etc. Yo no era así cuando tenía tu edad, pero estaba en una sociedad distinta, donde el hombre era el enemigo del hombre. Ahora tú tienes el privilegio de vivir otra época y hay que ser digno de ella.

No te olvides de dar una vuelta por la casa para vigilar a los otros críos y aconsejarles que estudien y se porten bien. Sobre todo Aleidita, que te hace mucho caso como hermana mayor.

Bueno, vieja, otra vez, que lo pases muy feliz en tu cumpleaños. Dale un abrazo a tu mamá y a Gina, y recibe tú uno grandote y fortísimo que valga por todo el tiempo que no nos veremos, de tu

Papá.

(Ernesto Che Guevara)

Padre

Eres como la mar, bueno de frente
peligroso en día gris, duro y valiente.
Llevas, en la cabeza, brisas ligeras,
temporal que aún contiene tu compañera.
Eres como el cantar de un campesino
que al cantar va labrando nuestro camino.
Eres como un dolor mal repartido
que se volvió canción y no quejido.
Eres como la voz que expende el aire.
Eres como un poema de Miguel Hernández
Y presumes de ser puro paisano,
de haber sido y de ser republicano.
Compañero del sol, fiel compañero,
nunca te preocupó en nada ser el primero.
Eres como el sudor callado y quieto
y nunca abriste el cajón de tu propio respeto.
No quisiste jamás salvarte solo
porque no hay salvación, decías, si no es con todos.
No sabes de venganzas ni de desquites.
Gorrión que canto siempre, aún sin alpiste.
Eres como la sangre, eres el aire,
la mar, la barca, el remo y el navegante.
Timonel de mi alma, más que nadie.
Y aún… aún, eres muchas cosas más,
que me callo y me callan…
Padre.

Patxi Andión

Amor:

A ti te escribo. Con severidad. Tú comprendes.

Tu llegada nunca tuvo importancia. Sólo el desatino de tu mirada, de tus palabras. Nunca fue la belleza, el señuelo para mi alma. Nunca la descripción de ti, tu biografía, tus tormentos. Nunca la breve sonrisa de las fotografías. Nunca tus ropajes. Sólo el hueco de tu boca, la negrura de tu voz.

Tus signos nunca me dieron indicios. Nunca me diste tu sangre. Ni tu vida. Sólo desechos, provocaciones roncas, amor y muerte. Nunca me quitaste mis ficciones, mis abandonos. Nunca mis cajones. Nunca mis papeles.

Tú comprendes. Nuestro amor no es de palabras necias. Nuestro amor es despiadado. Es la letra del deseo.

Macarena

Carta de Freud a Einstein

Viena, setiembre de 1932

Estimado profesor Einstein:

… Como usted ve, no se obtiene gran cosa pidiendo consejo sobre tareas prácticas urgentes al teórico alejado de la vida social. Lo mejor es empeñarse en cada caso por enfrentar el peligro con los medios que se tienen a mano. Sin embargo, me gustaría tratar todavía un problema que usted no planteó en su carta y que me interesa particularmente: ¿Por qué nos sublevamos tanto contra la guerra, usted y yo y tantos otros? ¿Por qué no la admitimos como una de las tantas penosas calamidades de la vida? Es que ella parece acorde a la naturaleza, bien fundada biológicamente y apenas evitable en la práctica. Que no le indigne a usted mi planteo. A los fines de una indagación como ésta, acaso sea lícito ponerse la máscara de una superioridad que uno no posee realmente. La respuesta sería: porque todo hombre tiene derecho a su propia vida, porque la guerra aniquila promisorias vidas humanas, pone al individuo en situaciones indignas, lo compele a matar a otros, cosa que él no quiere, destruye preciosos valores materiales, productos del trabajo humano, y tantas cosas más. También, que la guerra en su forma actual ya no da oportunidad ninguna para cumplir el viejo ideal heroico, y que debido al perfeccionamiento de los medios de destrucción una guerra futura significaría el exterminio de uno de los contendientes o de ambos. Todo eso es cierto y parece tan indiscutible que sólo cabe asombrarse de que las guerras no se hayan desestimado ya por un convenio universal entre los hombres. Sin embargo, se puede poner en entredicho algunos de estos puntos. Es discutible que la comunidad no deba tener también un derecho sobre la vida del individuo; no es posible condenar todas las clases de guerra por igual; mientras existan reinos y naciones dispuestos a la aniquilación despiadada de otros, estos tienen que estar armados para la guerra. Pero pasemos con rapidez sobre todo eso, no es la discusión a que usted me ha invitado. Apunto a algo diferente; creo que la principal razón por la cual nos sublevamos contra la guerra es que no podemos hacer otra cosa. Somos pacifistas porque nos vemos precisados a serlo por razones orgánicas. Después nos resultará fácil justificar nuestra actitud mediante argumentos.

Esto no se comprende, claro está, sin explicación. Opino lo siguiente: Desde épocas inmemoriales se desenvuelve en la humanidad el proceso del desarrollo de la cultura. (Sé que otros prefieren llamarla «civilización».) A este proceso debemos lo mejor que hemos llegado a ser y una buena parte de aquello a raíz de lo cual penamos. Sus ocasiones y comienzos son oscuros, su desenlace incierto, algunos de sus caracteres muy visibles. Acaso lleve a la extinción de la especie humana, pues perjudica la función sexual en más de una manera, y ya hoy las razas incultas y los estratos rezagados de la población se multiplican con mayor intensidad que los de elevada cultura. Quizás este proceso sea comparable con la domesticación de ciertas especies animales; es indudable que conlleva alteraciones corporales; pero el desarrollo de la cultura como un proceso orgánico de esa índole no ha pasado a ser todavía una representación familiar. Las alteraciones psíquicas sobrevenidas con el proceso cultural son llamativas e indubitables. Consisten en un progresivo desplazamiento de las metas pulsionales y en una limitación de las mociones pulsionales. Sensaciones placenteras para nuestros ancestros se han vuelto para nosotros indiferentes o aun insoportables; el cambio de nuestros reclamos ideales éticos y estéticos reconoce fundamentos orgánicos. Entre los caracteres psicológicos de la cultura, dos parecen los más importantes: el fortalecimiento del intelecto, que empieza a gobernar a la vida pulsional, y la interiorización de la inclinación a agredir, con todas sus consecuencias ventajosas y peligrosas. Ahora bien, la guerra contradice de la manera más flagrante las actitudes psíquicas que nos impone el proceso cultural, y por eso nos vemos precisados a sublevarnos contra ella, lisa y llanamente no la soportamos más. La nuestra no es una mera repulsa intelectual y afectiva: es en nosotros, los pacifistas, una intolerancia constitucional, una idiosincrasia extrema, por así decir. Y hasta parece que los desmedros estéticos de la guerra no cuentan mucho menos para nuestra repulsa que sus crueldades.

¿Cuánto tiempo tendremos que esperar hasta que los otros también se vuelvan pacifistas? No es posible decirlo, pero acaso no sea una esperanza utópica que el influjo de esos dos factores, el de la actitud cultural y el de la justificada angustia ante los efectos de una guerra futura, haya de poner fin a las guerras en una época no lejana. Por qué caminos o rodeos, eso no podemos colegirlo. Entretanto tenemos derecho a decirnos: todo lo que promueva el desarrollo de la cultura trabaja también contra la guerra.

Saludo a usted cordialmente, y le pido me disculpe si mi exposición lo ha desilusionado.

Sigmund Freud

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