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Alguien más se lo puede preguntar

La Fundación C.E.P. en la Radio

Acompañando a Alguien más se lo puede preguntar un programa de Jorge Andrés Moya.

Programas emitidos por 1030 AM Del Plata, de 2.00 a 6.00, de martes a sábados, durante 2002 y 2003

La ley

Programa emitido en julio de 2003

Dice Jacques Lacan:

Censura y superyo deben ser situados en el mismo registro que la ley. Es el discurso concreto, no sólo en cuanto domina al hombre y hace surgir toda clase de fulguraciones, cualquier cosa, todo lo que sucede, todo lo que el discurso es, sino además en cuanto proporciona al hombre su mundo propio, ese que, con mayor o menor exactitud, llamamos cultural. La censura se sitúa en esta dimensión, y ven ustedes en qué se distingue de la resistencia. La censura no se halla ni a nivel del sujeto ni a nivel del individuo, sino a nivel del discurso, en la medida en que, como tal, éste forma por sí sólo un universo completo, y al mismo tiempo posee algo irreductiblemente discordante en todas sus partes.

La ley, entonces, tiene sus coordenadas de valor. Se ha resaltado: Una ley, de la que San Pablo ha dicho que hace el pecado, preside el simbolismo o el orden simbólico, esa dialéctica que escande los partos de nuestra sociedad y en la que la sentencia paulina encuentra su verdad absoluta. Pero tiene una significación totalmente diferente que la de ser una necesidad biopsicológica, una semántica moral inmanente o un orden contingente establecido por las instancias constitutivamente represivas de la sociedad.

Coincidiendo puntualmente con los análisis de Lévi–Strauss, Lacan recuerda en tal sentido que Freud, en 1912, en Tótem y tabú, había tomado en cuenta lo social al mostrar en el crimen primordial el origen de la ley universal y al reconocer así que con la ley y el crimen comenzó el hombre. El crimen marca las sociedades a través de dos de sus formas, que son las más aborrecidas: el parricidio, cuya memoria se transmiten y cuyos estigmas llevan como los de una imprescriptible culpabilidad original, y el incesto, del cual la interdicción que le oponen reviste también un valor fundante. Pues su prohibición en los diversos grupos humanos constituye el pivote subjetivo en torno al cual el individuo ancla en la ley de la cual dependen a la vez el reemplazo por la cultura del reino del acoplamiento y la necesidad, y las reglas de la alianza y el parentesco. De modo que la prohibición que, en la época del complejo de Edipo, crea la primera situación de culpa, esa ley que hace el pecado, inscribe al sujeto en el comercio simbólico. Todos los imperativos que entrarán en vigor a partir de esa prohibición primordial, y que por ello limitarán las elecciones del individuo, son las figuras –siempre más o menos imprecisas, es cierto– de la ley que funda la cultura al abrir a los sujetos al intercambio y al reconocimiento mutuos…

En 1953, Jacques Lacan volvió a centrar la cuestión edípica en la triangulación, sin dejar de tener en cuenta los aportes de la escuela kleiniana. En el marco de su teoría del significante y de su tópica (imaginario, real, simbólico), definió el complejo de Edipo como una función simbólica: el padre interviene con la forma de la ley para privar al niño de la fusión con la madre. En este enfoque, el mito edípico atribuye al padre la exigencia de la castración: La ley primordial –escribió Lacan en 1953– es por lo tanto la que, regulando la alianza, superpone el reino de la cultura al reino de la naturaleza entregado a la ley del acoplamiento. De modo que esta ley se hace conocer suficientemente como idéntica a un orden de lenguaje.

Y, así, lo dice Freud: El hombre primitivo, después de haber descubierto que estaba literalmente en sus manos mejorar su destino en la Tierra por medio del trabajo, ya no pudo considerar con indiferencia el hecho de que el prójimo trabajara con él o contra él. Sus semejantes adquirieron entonces, a sus ojos, la significación de colaboradores con quienes resultaba útil vivir en comunidad. Aún antes, en su prehistoria antropoidea, había adoptado el hábito de constituir familias, de modo que los miembros de éstas probablemente fueran sus primeros auxiliares. Es de suponer que la constitución de la familia estuvo vinculada a cierta evolución sufrida por la necesidad de satisfacción genital: ésta, en lugar de presentarse como un huésped ocasional que de pronto se instala en casa de uno para no dar por mucho tiempo señales de vida después de su partida, se convirtió, por lo contrario, en un inquilino permanente del individuo. Con ello, el macho tuvo motivos para conservar junto a sí a la hembra, o, en términos más genéricos, a los objetos sexuales; las hembras, por su parte, no queriendo separarse de su prole inerme, también se vieron obligadas a permanecer, en interés de ésta, junto al macho más fuerte. En esta familia primitiva aún falta un elemento esencial de la cultura, pues la voluntad del jefe y padre era ilimitada. En Tótem y Tabú traté de mostrar el camino que condujo de esta familia primitiva a la fase siguiente de la vida en sociedad, es decir, a las alianzas fraternas. Los hijos, al triunfar sobre el padre, habían descubierto que una asociación puede ser más poderosa que el individuo aislado. La fase totémica de la cultura se basa en las restricciones que los hermanos hubieron de imponerse mutuamente para consolidar este nuevo sistema. Los preceptos del tabú constituyeron así el primer Derecho, la primera ley. La vida de los hombres en común adquirió, pues, doble fundamento: por un lado, la obligación del trabajo impuesta por las necesidades exteriores; por el otro, el poderío del amor, que impedía al hombre prescindir de su objeto sexual, la mujer, y a ésta, de esa parte separada de su seno que es el hijo. De tal manera, Eros y Ananké (amor y necesidad) se convirtieron en los padres de la cultura humana, cuyo primer resultado fue el de facilitar la vida en común a mayor número de seres…

De tal modo, la ley que dice no matarás, no cometerás incesto, no te comerás a tu prójimo es la ley fundante de toda sociedad. Y es, también, la hacedora de la cultura. Es decir, del poder vivir en grupos, del poder organizar cuestiones comunes –donde darle la espalda al otro no significa un riesgo–.

Entonces, para nosotros, psicoanalistas, la ley es amor, es significante. Esto quiere decir que el límite es distinto de la limitación: la limitación está del lado del superyo, ese que obliga a gozar lo menos posible… la ley es facilitadora, es la que permite la vida.

Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente al guardián, y solicita que le permita entrar en la ley. Pero el guardián contesta que por el momento no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.

–Tal vez –dice el centinela– pero no por ahora.

La puerta que da a la ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y dice:

–Si tu deseo es tan grande, haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.

El campesino no había previsto estas dificultades; la ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.

Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y al final siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:

–Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.

Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que él es el único obstáculo que lo separa de la ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián.

Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.

–¿Qué quieres saber ahora? –pregunta el guardián–. Eres insaciable.

–Todos se esfuerzan por llegar a la ley –dice el hombre–. ¿Cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?

El guardián comprende que el hombre está a punto de morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:

–Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para tí. Ahora voy a cerrarla.

Franz Kafka

El superyo, la censura, el guardián que hay que atravesar… Ir más allá del padre para poder ingresar en la ley… Ir más allá del miedo, de las limitaciones…

Vivir es, también, traspasar nuestros propios límites.

Vivir, no es respirar, ni ser siempre un niño, es un plus, allí, a disposición del ser humano… un lugar que el deseo propio permite habitar.

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