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Acompañando a Alguien más se lo puede preguntar un programa de Jorge Andrés Moya.

Programas emitidos por 1030 AM Del Plata, de 2.00 a 6.00, de martes a sábados, durante 2002 y 2003

El amor es ciego

Programa emitido en octubre de 2002

Y es a la mitología, a esas otras palabras que nos preceden, a las que, hoy, vamos a interrogar en sus raíces.

En una célebre obra de Apuleyo se narra la atractiva historia de un rey que tenía tres hijas. Las dos mayores estaban casadas y gozaban de la estima y el respeto de sus maridos respectivos pero, la menor -de nombre Psique-, permanecía aún bajo el mismo techo que sus progenitores. La hermosura de la joven era superior a la de sus hermanas y al resto de las muchachas del reino. Tenía muchos pretendientes que la admiraban y la miraban con vehemencia mas ninguno se atrevía a solicitarle relaciones formales. El exceso de hermosura que detentaba la figura de la joven Psique, lejos de decidir a sus solícitos enamorados, los espantaba. La preocupación de los padres de Psique iba en aumento y el anhelo por casar a su hija menor crecía de día en día. Por fin, decidieron acudir al oráculo en busca de consejo y ayuda. La respuesta que recibieron de la sibila encargada de transmitir el mensaje del oráculo los dejó, al mismo tiempo, perplejos y asustados. Y es que Psique, vestida con sus mejores galas, tenía que ser conducida hasta la cumbre casi inaccesible de un lejano monte, y abandonada a su suerte. Con harto dolor de su corazón, los padres de la hermosa muchacha cumplimentaron, hasta en los más mínimos detalles, la orden del oráculo. Bañaron el esbelto cuerpo de la joven, lo ungieron con humectantes aceites y olorosos perfumes, la vistieron como a una novia y, una vez conducida hasta el lugar indicado por el oráculo, la abandonaron.

El viento que provenía del Oeste era siempre bien recibido por los antiguos pues, en su buenandanza, siempre arrastraba tras de sí buenos augurios, y mejores nuevas. Se le conocía con el nombre de Céfiro y estaba considerado, además, como uno de los más fieles mensajeros de los dioses. Psique se hallaba, ahíta de soledad, temor y temblor -pues el oráculo también había predicho que un monstruo vendría a buscarla- en la nebulosa cumbre de aquella desconocida montaña, cuando llegó el viento Céfiro -que cumplía una orden de Eros/Cupido, dios del amor- y, con suavidad, la envolvió entre su bruma para transportarla hacia otro lugar mucho más hermoso y luminoso. La muchacha tuvo miedo a lo desconocido, no pudo resistir la impresión, y se desmayó. Mas, cuando despertó, no acertaba a salir de su asombro, pues se hallaba en una gran sala de paredes relucientes, adornadas con fino marfil y pulido mármol. Echada sobre un lecho de plumas, Psique aparecía con el semblante apacible y sereno; su cuerpo era todavía más hermoso que en todos los instantes anteriores de su vida. La tranquilidad de aquel idílico lugar sólo era interrumpida por misteriosas voces que avisaban a Psique de que eran sus sirvientes y se ponían a su disposición. Cuando la muchacha quiso saber dónde se hallaba, le respondieron que en el más hermoso de los palacios del más grande de los amadores que hasta entonces hubiera conocido. Observó, también, una vez hubo salido de su asombro, que ninguna de las puertas tenía cerradura, y que todas se abrían a su paso; por tanto, considero Psique que no se hallaba prisionera, lo cual la reconfortó considerablemente.

Muy poco duraba el día en aquel suntuoso palacio y, cuando llegó la noche, y ya la hermosa joven se había recogido en sus aposentos, sintió junto a ella la presencia sutil de un enamorado que la llenó de caricias y la colmó de ternura: era Cupido. Este, a preguntas de Psique sobre su personalidad, rogó a la hermosa muchacha que se conformara con gozar de su presencia y con estar a su lado, pero que no tratara de desvelar el misterio de su vida. No obstante, la recomendación más encarecida de Cupido a su amante Psique fue la de que no tratara de ver nunca su rostro pues, de lo contrario, se romperla todo lazo entre ambos y una gran desdicha los alcanzaría.

Cupido siempre abandonaba aquel nido de amor cuando llegaba el alba y, aunque a Psique le hubiera gustado tenerle a su lado también durante el día, sin embargo, respetaba las razones de su misterioso consorte y no se le pasaba ni por la imaginación desatender las recomendaciones de aquél.

Había transcurrido tanto tiempo desde que la joven Psique saliera de la casa de sus padres que, un buen día, le entraron ganas de visitarlos. En cuanto tuvo ocasión, se lo consultó a Cupido y, éste, desaprobó la pretensión de su compañera. Pero, como Psique no escuchaba de labios de Cupido razón alguna que la convenciera de lo contrario, volvió a insistir sobre la conveniencia de viajar hasta la casa de sus progenitores. Cedió por fin Cupido y, su joven y hermosa mujer, fue a visitar a su familia.

No bien hubo llegado Psique a la casa de sus padres, cuando ya toda su familia estaba esperando a la hermosa muchacha, para agasajarla y para oír directamente de sus labios todo aquello que hasta entonces consideraron rumores infundados.

Sus progenitores repararon que el aspecto de la joven era aún más radiante que antaño. Sus padres y sus hermanas se alegraron de ver tan sana y tan llena de vida a la bella Psique, y se maravillaron de todo cuanto le había acontecido; escuchaban con gran atención los diversos relatos que la joven iba hilvanando de forma espontánea y, sus hermanas -acaso por efectos de la envidia que iba prendiendo en ellas, a medida que Psique daba más detalles de lo que le había acontecido-, instaron a la muchacha a que viera el rostro de su esposo, y le argumentaban que acaso no se dejaba ver porque tenía una cara monstruosa y horrorosa, tal como ya había adelantado el oráculo en su mensaje. Picada por los torcidos juicios de sus hermanas, Psique aceptó la lámpara que ellas le dieron y prometió encenderla en el momento oportuno para, así, desvelar de una vez por todas aquella especie de secreto que su querido marido guardaba tan celosamente. Además, ya Psique estaba harta de pasar el día a solas, sin la dulce compañía de su esposo, y pensaba que conociendo su fisonomía le obligaría a permanecer todo el día en el suntuoso palacio que les servía de morada. Y es que el amor que Psique/Alma profesaba a Eros/Cupido, avivaba en ella el deseo de verle a la luz del día, de fijar sus ojos en su figura, la cual se le antojaba a Psique muy hermosa.

Llegó el día de su partida y, la hermosa muchacha, se despidió de los suyos entre bromas y veras y les aseguró que siempre los llevaría en su recuerdo. No sin cierta zozobra, emprendió el largo camino hasta el palacio de su misterioso esposo. Aún era de día cuando llegó, por lo que sólo los sirvientes salieron al encuentro de Psique. Esta se encerró en su aposento a la espera de la llegada de la noche, que le traería el más valioso de los regalos, es decir, la presencia de su querido esposo Cupido, al que ya la joven Psique echaba mucho de menos.

Efectivamente, con inusitada precisión, en cuanto Helios/Sol llegó a su ocaso y las sombras de la noche se extendieron por doquier, la hermosa muchacha sintió a su lado la presencia cálida de su querido esposo que, pleno de ternura, le mostraba una vez más las mieles del amor. Pasaron los primeros momentos de fogosidad y la calma vino a adueñarse de ambos protagonistas; mas, mientras uno dormía felizmente satisfecho, el otro fingía descansar. Pasó un tiempo prudencial y Psique, decidida a llegar hasta el final con su plan, encendió la lámpara que sus hermanas le regalaban para semejante menester. Dirigió la mortecina luz hacía el lado en el que yacía confiado su esposo y, al momento, vio junto a sí el cuerpo y el rostro hermoso, de uno de los más jóvenes y bellos efebos que imaginarse pueda. Nerviosa y aturdida, ante la inesperada visión, Psique no pudo evitar que de su lámpara cayera una gota de aceite hirviendo que fue a estrellarse en la misma cara de Cupido. Este despertó al instante y desapareció como por ensalmo.

Desde el instante mismo en que Psique vio la cara de Cupido, ya no volvió a conocer momentos de dicha ni de felicidad. Ya no moró en el antiguo palacio, ni le sirvieron doncellas y, lo que fue peor aún, perdió a su amor, que no era otro que el Amor con mayúscula, es decir, un monstruo, como el propio oráculo había predicho, pues abandonaba a vivir solitarios a quienes previamente había enseñado la dulzura de vivir en compañía.

Narran las crónicas que, a raíz de los desgraciados sucesos reseñados, la joven Psique se vio sola y vagando por el mundo sin que nadie la ayudara en su infortunio. La propia Venus -diosa del Amor-, que siempre había sentido celos de la hermosa muchacha, aprovechó esta ocasión que le brindaba el destino y obligó a Psique a realizar tareas y trabajos desagradables, duros y difíciles para que su hermosura se ajara y se agostara. Pero, con todo, la más desagradable tarea que Venus impuso a Psique consistió en obligar a la muchacha a bajar al Tártaro, a los dominios abisales de Hades/Plutón, para recoger de manos de Perséfone un frasco de la Juventud que, en ningún caso, debería abrir la joven recadera, ni tampoco aspirar sus esencias.

Cuando ya se hallaba en el camino de vuelta, la muchacha no pudo resistir la tentación y abrió el frasco de las esencias; al instante se esparció por el aire un extraño perfume que tenía la propiedad de adormecer a toda criatura viviente. La propia Psique sufrió aquellos nefastos efectos y, en unos momentos, quedó sumida en un profundo sueño del que nunca despertaría por sí misma. Fue entonces cuando Cupido, que todavía seguía enamorado de la bella Psique, acudió en su ayuda y, al verla dormida, la pinchó con sus flechas para despertarla y, luego, rogó al poderoso Zeus que le permitiera hacerla su esposa. Aunque Psique pertenecía a la raza de los mortales, el rey del Olimpo concedió a Cupido los favores que pretendía y, éste, se casó con la hermosa Psique que, desde entonces, gozó del Amor de Cupido y alcanzó la inmortalidad.

Quizás, luego de esta historia, podemos entender que El amor es ciego cuando abre los ojos y confunde lo que ve con lo que mira. Cuando las voces de los otros borran el propio registro de las cosas. Cuando, esclavos de la historia, no soportamos lo distinto. El amor es ciego

En psicoanálisis, diferenciamos ver y mirar, lo hemos dicho. La mirada es la que cae en los señuelos y la que, ajena a los argumentos racionales (que son los que llenan de demandas y reproches al amado haciéndole la muerte) está ligada al goce. Podríamos, entonces, pensar que, con los 'amores ciegos' de mirada y plenos de visión, no hay goce posible, sólo padecimiento… y, como solemos decir, pecados del alma. El amor enceguece y enloquece al que, entre los ardides del deseo, deja su alma vagar. Calma soberbia, sortilegios de un deseo siempre fortuito y aletargado de lo vital.

Lo único más o menos serio que un amante enciende en su camino de fuego y muerte, es el poema que, enhiesto, enfrenta al amor para amordazarlo de tortuosidades y gemir el desamparo del estigma.

Amor que rasga sus velos en el desenfado de un cuerpo que dicta sentencia de deseo, un cuerpo que dice del humano cadáver y hace rodeo de plenitud. El amor es ciego en el contacto que no hace serie. El amor es aquel que ve, que vela el cadáver de todos los enemigos que el fantasma gesta para gestionar el desamor. Amar es gastar el propio sol en el abrazo, dejar que caigan los velos de la plenitud para que el cuerpo vague por el desierto dulce de sal. Amar es estar vivo… pero el amor recorre siniestros caminos de locura sin locura, caminos de dolor amotinado.

Amar es subversivo y ese acto revolucionario consiste en desvelar y develar el eterno enigma del silencio, destapar frases llenas de moho -dice el poeta- beberse el propio sol ensayando el abrazo… un abrazo sin vendajes, es atreverse al exilio de las garantías para encontrar el sin nombre que aguarda en una curva del sendero.

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