¿Un cuento de Hans Christian Andersen?
en esta edición compartiremos un cuento de hadas que no nos hace el cuento, cuento metafora que alude como moraleja a no abrazarnos a la es-tu-pides y yo doy.
El campo psi abunda en teorías que se repiten y los mismos profesionales repiten sin observar al paciente, sin escucharlo, sin asociar la palabra al cuerpo y a la historia intentado romper un tejido que solo se rompe por el efecto de la interpretación y su sorpresa, sorpresa la del paciente cuando escucha otra voz hablándole de su desnudez, no satisfaciendo la demanda que lo llevo a inventarse trajes pesados que siempre, como en la expresión popular …»traen cola…», entonces, ¿ le sostenemos la cola del traje a los pacientes? ¿los acompañamos en el cortejo como meros súbditos de su estupidez? ¿o nombramos al invasor, como en un rito, hasta que se produzca el exorcismo?, aquí nos chocamos (textualmente) con otra problemática que aqueja a algunos profesionales del campo psi, «escuchar», escuchar sin ser parte del cortejo de otro emperador desnudo de conocimientos.
Este cuento es también brisa fresca que nos acerca una vez mas a Sigmund Freud y su hallazgo en la clínica con la histeria (que tanto a aportado a las bases de la psicosomática), nuestro querido maestro freud, que con ojos de niño curioso preguntaba y re-preguntaba acerca de eso que hablaba el cuerpo del paciente en un dialogo que hace gala de registros de manera especifica (acaso alguien ha visto caminar liviano y sexuado a un obeso? o a un enfermo de cancer que no sufra de melancolía?, o tantos ejemplos que podríamos pensar con un simplismo atrevido pero no por eso poco certero en sus ejemplos).
En resumen, cuerpo que hablaba y habla con claridad extrema solo apta para aquellos psicoanalistas que se atrevan a gritar … «¡El emperador está desnudo!».
NOTA – El traje nuevo del emperador (Keiserens nye Klæder) también conocido como El rey desnudo, es un cuento de hadas danés escrito por Hans Christian Andersen y publicado en 1837 como parte de Eventyr, Fortalte for Børn (Cuentos de hadas contados para niños) –
«Cuento» (el entrecomillado es intencional …)
Hace muchos años hubo un Emperador con una afición tan excesiva a los trajes nuevos que se gastaba todo su dinero en esa manía. Nada le importaban sus soldados, ni el teatro, ni los paseos por el bosque, salvo que sirvieran de pretexto, para lucir su vestimenta recién estrenada. Tenía un traje para cada hora del día. Y en vez de decirse de él, como se dice de cualquier otro rey o emperador: “Está en la sala del Consejo”, la expresión popular era siempre: “El Emperador está en el vestuario”.
En la gran capital donde él residía, la vida era en verdad muy alegre. Diariamente llegaban a visitarle legiones de turistas, y entre ellos cayeron en una ocasión dos timadores. Se hacían pasar por fabricantes de tejidos y pretendían que sus productos eran los más maravillosos que podían imaginarse en el mundo, y no sólo porque los tintes y dibujos fuesen de una finura incomparable, sino porque las ropas confeccionadas con aquel tipo de tela tenían una peculiarísima cualidad: la de permanecer invisibles a toda persona que no estuviera capacitada para su cargo, o que fuese imposiblemente estúpida.
“Esas ropas deben ser espléndidas -pensó el Emperador-. Usándolas podré descubrir cuáles de entre los funcionarios de mi reino son incapaces para sus puestos. Y también podré distinguir los hombres inteligentes de los tontos. Sí, conviene ordenar que me preparen un poco de tela”.
El Emperador hizo entrega a los dos pillos de una buena suma como adelanto, para que pudieran empezar cuanto antes su trabajo.
Los presuntos tejedores instalaron dos telares y fingieron tejer, pero sin tener absolutamente nada en las lanzaderas. Para empezar adquirieron una partida de seda finísima y cierta cantidad del más puro hilo de oro, todo lo cual guardaron en sus maletas. Todos los días seguían tejiendo en los vacíos telares hasta ya muy entrada la noche.
“Me gustaría saber cómo andan con el trabajo esos tejedores” -pensó el Emperador, pero no dejaba de sentirse algo incómodo al reflexionar que todo aquel que fuera un zoquete o incapacitado para su cargo quedaría sin ver la tela. Ciertamente, se dijo, no tenía nada que temer de su parte, pero sería mejor enviar primero a otra persona a ver cómo marchaba aquello.
Todo el mundo conocía en la ciudad la maravillosa propiedad de la tela.
“Enviaré a mi viejo y fiel ministro -resolvió-.
Él estará mejor autorizado que nadie para apreciar la calidad de su tejido, pues se trata de un muy inteligente y no hay nadie que desempeñe su tarea mejor que él la suya”.
De modo, pues, que el excelente viejo ministro recibió la misión de inspeccionar la sala donde estaban trabajando los dos pillastres ante el telar vacío.
“¡Dios nos ampare! -pensó el ministro abriendo los ojos de par en par-. ¡Vaya, si no veo nada!” -Pero tuvo buen cuidado de no decirlo.
Los estafadores le suplicaron que tuviera la bondad de aproximarse un poco más, y le preguntaron si no juzgaba excelentes el dibujo y el colorido.
El pobre ministro se rompía los ojos sin lograr ver cosa alguna, pues, por supuesto, nada había que ver.
“¡Cielos! -pensó-. ¿Es posible que yo sea un bobo? Nunca me lo habría imaginado, y no tiene que saberlo nadie. ¿Y un inútil también para el cargo? Jamás diré que no he logrado ver la tela”.
-Bien, señor, ¿decíais algo acerca de la tela? -preguntó el pillo que estaba fingiendo tejer.
-¡Oh, es hermosa…, realmente encantadora! -dijo el ministro, calándose los anteojos-. ¡Qué dibujo, qué tonos! Ciertamente informaré al Emperador que me ha gustado mucho.
-Nos complace sobremanera oírlo -dijeron los dos trapecistas. Y a continuación enumeraron todos los matices y describieron el peculiar dibujo del tejido. El viejo ministro puso gran atención a lo que decían, para poder repetirlo cuando regresara a informar al Emperador.
Poco después los dos bribones se presentaron a pedir más dinero, más seda y más oro, para poder continuar con el tejido. Pero se lo guardaron todo en sus bolsillos. Ni una hebra siquiera colocaron en el telar, aunque siguieron tejiendo con afán.
El Emperador envió a otro de sus leales funcionarios a investigar cómo seguía el tejido y cuándo estaría listo. Y al funcionario le ocurrió lo mismo que al viejo ministro. Miró y miró, pero como sólo había un telar vacío, no pudo ver nada.
-¿No es una hermosa pieza de tela? -preguntaron los dos pillastres. Y desplegaron una verdadera exhibición del admirable tejido y de los colores que no estaban allí ni podía ver persona alguna.
“Yo sé que no soy ningún obtuso -pensó el funcionario-, acaso, pues, se trate de que tampoco soy el hombre adecuado para mi excelente cargo. Es muy extraño. Sea como sea, no hay que demostrarlo”.
Y se deshizo en elogios de la tela que no veía, Y aseguró que se retiraba admirado de los matices y la originalidad del dibujo.
-Es prodigioso -informó luego al Emperador-. Todo el mundo habla en la ciudad de esa espléndida tela.
Y el Emperador pensó que sería interesante ver aquel prodigio mientras estaba aún en el telar. Acompañado por cierto número de selectos cortesanos, entre ellos los dos que ya habían visto la imaginaria tela, se dirigió a visitar a los dos impostores, que estaban trabajando tan arduamente como nunca en sus vacías máquinas.
-¡Es magnífico! -dijeron los dos honrados dignatarios-. ¡Ved, Majestad qué dibujos! ¡Qué matices!
Y ambos señalaban el telar, pensando cada uno que el otro podía ver la tela.
“¿Qué? -pensaba el Emperador-. Yo no veo nada en absoluto. ¡Es terrible! ¿Soy yo un zote entonces? ¿No sirvo para Emperador? Nada peor que eso podría ocurrirme”.
Y dijo en voz alta:
-¡Qué hermosa! Tiene mi más calificada aprobación.
E inclinó repetidamente la cabeza en señal de agrado, contemplando el telar vacío. Nada ni nadie habría podido inducirlo a confesar que no veía nada.
Todo el séquito miró y remiró, sin ninguno de los dignatarios viera más que los otros. Sin embargo, exclamaron todos, a coro con Su Majestad:
-¡Es muy hermosa!
Y le aconsejaron que se mandara hacer un traje de tan maravillosa tela para la ocasión de un gran desfile próximo.
“¡Magnífica! ¡Maravillosa! ¡Excelente!” -eran las palabras que corrían de boca en boca. Todos estaban igualmente encantados con la tela. El Emperador concedió a cada uno de los dos bellacos una conde-coración destinada a sus respectivas solapas, y el título de “Caballero Tejedor”.
Los pillos trabajaron toda la noche previa al día del desfile, gastando dieciséis bujías, para que el pueblo viera lo ansiosos que estaban de tener listo a tiempo el traje del Emperador. Fingieron sacar la tela del telar cortándola en el aire con un gran par de tijeras, y la fueron cosiendo con sólo agujas, sin hilo alguno en ellas.
Por fin anunciaron: -Ya está listo el traje del Emperador. Y el Emperador fue personalmente a buscarlo en compañía de sus más elevados cortesanos. Los dos estafadores levantaron un brazo en el aire, como si estuvieran sosteniendo algo, y dijeron:
-Mirad, éstos son los pantalones. Esta es la chaqueta. Este es el manto. -Y así sucesivamente-. Es tan liviano como una telaraña. Casi podría decirse que uno no tiene nada en la mano, pero en eso reside precisamente su belleza.
-Así es -aprobaron todos los cortesanos, aunque no podían ver nada, pues no había cosa alguna que ver.
-¿Quisiera Su Imperial Majestad tener a bien quitarse la ropa? -invitaron los impostores-. Luego podrá vestirse las nuevas, aquí delante del gran espejo.
El Emperador se despojó enteramente de sus ropas y los impostores fingieron irle entregando una pieza tras otra de su nuevo atuendo. Hicieron también la pantomima de ajustarle algo en la cintura y sujetar allí cierto invisible aditamento que debía suponerse era la cola del traje imperial. El Emperador se volvía una y otra vez frente al espejo.
-¡Qué bien luce Su Majestad el nuevo traje! ¡Qué espléndidamente le queda! -exclamó toda la gente que lo rodeaba-. ¡Qué modelo! ¡Qué color! Nunca se ha visto nada así en materia de ropa.
-El palio está esperando a Vuestra Majestad para colocarse sobre su cabeza en el desfile -anunció el maestro de ceremonias.
-Bien, estoy dispuesto -dijo el Emperador-. ¿No es cierto que me queda bien el traje?
Los chambelanes que debían llevar la cola se inclinaron y fingieron levantarla del suelo con ambas manos, aunque naturalmente iban todos con las manos vacías en el aire. Ninguno se atrevía a confesar que no veía nada.
Y el Emperador partió encabezando el desfile bajo el lujoso palio, y toda la muchedumbre en las calles y los balcones exclamaba:
-¡Qué apuesto está el Emperador con su traje nuevo! ¡Qué espléndida cola!
Y nadie quería reconocer que no veía cosa alguna, porque eso habría equivalido a reconocerse incapaz para su cargo, o bien un zopenco.
Ninguno de los trajes anteriores del Emperador había tenido éxito semejante.
Pero un niño exclamó de pronto:
-¡El Emperador está desnudo!
-¡Oh, escuchen lo que dice el inocente! -dijo su padre. Y uno de
los mirones susurró al oído de su vecino, lo que el niño había dicho. Y la voz fue corriendo:
-Dice que el Emperador está desnudo… Un chico ha dicho que el Emperador está desnudo.
-¡Pero es que está desnudo! -exclamó por fin todo el pueblo.
El Emperador se sintió molesto, porque comprendió que era verdad. Pero pensó:
“El cortejo tiene que seguir ahora”
Y se mantuvo más rígido que nunca, y los chambelanes siguieron sosteniendo la invisible cola.