n adolescente de este fin de milenio dice: Padres negros, oscuros y violentos como la mentira. A mi novio lo cortaron en dos, mientras dormía… la violencia golpeó su esperma, acabó con el sexo… quemamos los extremos con alcohol para que la sangre coagulara. Bolsas de nylon en cada una de nuestras cabezas, el primero que se queda sin aire es sin duda, el más excitado, seguirás creyendo que ciertos ritos pueden atarnos, seguirás creyendo que hay alguna posibilidad de crear un cordón umbilical con el otro. La infección consumió el moho de sus piernas y su pene. Escribir sin el sostén de una teoría montada, escribir aquello de lo que carecemos, resaltar el anonimato de una práctica en el intercambio de una clínica que excluye al sujeto para incluirlo en una metamorfosis de la que no es testigo, no puede dar testimonio. Dolor, soledad de acto, Lacan ha dicho sobre el final, ante la disolución de su escuela: Solo como siempre estuve.
Fisura que aguarda en cada palabra, en cada movimiento desacostumbrado de interpretación. J. Lacan decía que el destino del psicoanalista era ser asediado por sus analizantes, quienes lo persiguen por ser el agente del levantamiento, aunque sólo sea parcial, de la represión. El análisis atraviesa diferentes momentos antes de la enunciación del ser, pero en sus primeros pasos, lo que se juega, es la causa del deseo como agente del discurso analítico que ordena decir. El analizante trabaja, trabajo forzado, tripalium, pero el acto analítico se realiza en otro lado. El analista, héroe trágico, autor del acto, se reduce al final de la experiencia en el des–hecho de su historia. Psicoanalistas cayendo en la fosa de la imprecisión para taponar el registro –inexacto– del ser. Seres que se construyen con palabras en un acto que nos supera. Seres que se pronuncian con sonidos inaudibles para nuestro escozor humano. Escribir, decía, desde la disfonía de un discurso díscapacitado, preñados de la infamia de la piedad, miradas de cuerpos, los nuestros –congelados– en la urgencia de la dimensión sagrada de una demanda de amor, esa que está interdicta, esa que nos otorga otra dimensión fantasmática, la del acto analítico. J. Lacan dice en La Función de lo Escrito: La letra es algo que se lee a raíz de la palabra misma, se lee y literalmente.
Pero justamente, no es lo mismo leer una letra y leer. Es bien evidente que en el discurso analítico no se trata de otra cosa, no se trata sino de lo que se lee, de lo que se lee más allá de lo que se ha incitado al sujeto a decir, que no es tanto… decirlo todo, sino decir cualquier cosa, sin vacilar ante las necedades que se puedan decir. J. Lacan dice: El alma es lo que permite soportar a un ser lo intolerable de un mundo, es ajena, fantasmática. Es la valentía y la paciencia para soportar el mundo. El amor suple la falta de buen encuentro y es soporte que hace entrar en escena el alma. La vida es sólo para soportar, para ser soporte del horror que invoca, invocación desde el abismo …un cuerpo grita su humano destino. Se trata de la emergencia, dirá J. Lacan, del deseo del analista, el amor al saber transformado en deseo de saber y permutado en transferencia de trabajo. Esto posibilita que el analizante ubique un lugar para nominarse, engendrándose allí un efecto de transferencia que conjuga el deseo de saber y el amor, con la transferencia de trabajo.
J. Lacan nos acerca al logaritmo del ser, dice en Radio y Televisión: El sujeto es feliz. El saber afecta… El saber (inconsciente) afecta al cuerpo del ser que no se hace ser más que con palabras, eso desplaza su goce. En Aún dice: Para gozar es preciso un cuerpo… El cuerpo es el desierto del goce… El goce está fuera del cuerpo. El cuerpo está capturado en el significante por eso sufre un gasto de goce, el goce vacía el cuerpo del hablante. Para Freud el cuerpo es un vacío de goce. El ser humano reproduce trazos pero sin llegar al Das Ding, a la cosa. Para la tesis freudiana la cosa está perdida; para la tesis lacaniana es lo que no está marcado por el significante. El cuerpo es un cuerpo a ser leído–i–legible– a través del síntoma. Verdad paradojal; en el principio era el verbo, verbo encarnado para un nos–otros. Nosotros, ubicados en lugar de A para la mirada. El trato es con la mirada que embaraza, esa que revela el objeto y confiesa la presencia del sujeto por la pantalla de su azoramiento, de su desaparición. J. Lacan aborda desde aquí la noción de inhibición por dos ejes: dificultad y movimiento.
Entre el sujeto y la cosa se produce el desencuentro permanente. Pero hay palabras que son productos del cuerpo, del devaneo voraz; del parloteo banal surgen luces que iluminan el paraíso perdido; domesticado por las caricias del placer, el estatismo se quiebra, la palabra late cuando se realiza su acoplamiento con el cuerpo, cuando la propia sangre dibuja trazos de esa escritura. Lo que no se simboliza, no se expresa con la boca abierta para un decir imposible, se expresa con la boca cerrada, a través del órgano que se ofrenda como materia para es–culpir, ex–piar culpas calladas y confesadas por ese acto, memorándum del deseo del A. Organo que se complace en contar un cuento de terror, con–fundido en el malentendido vincular, en la demanda de amor, arcilla para el sujeto es–cultor, cultor de la muerte.
Fluir de la vida en la tensión de un cuerpo, puro simulacro. El deseo del hombre es del orden de las tretas del infierno, cabalga esta realidad amortizando garantías. Tiembla el sujeto, confianza, yo te amo, amo, amor, discurso de amo, el amor es la respuesta al deseo del Otro, exigencia de amor, dice J. Lacan. Allí se sitúa un horizonte de amor para el sujeto. Allí, dice J. Lacan, en esa hiancia, se sitúa la experiencia que es la del deseo. El deseo es deseo del Otro y se define por dos características. El saber sobre el deseo del Otro es vago, opaco, confuso, genera con–fusión, fusión con el Otro, frente a esto el sujeto está indefenso. Freud trata la angustia como señal de esa indefección. El hombre no sabe casi todo, su des–dicha es lo no dicho, lo que resta dicha, ese no tener nada que decir y entonces con–verso, contribuyo al verso. Edipo, triangularidad a ser quebrada, ternario simbólico que se desarrolla en presencia de un otro. El deseo de la madre, es el deseo del sujeto (hijo), en tanto el deseo es deseo de deseo. La metáfora paterna es elisión del deseo de la madre.
Prohibición del incesto, doble prohibición edípica: a la madre no reintegrarás tu producto; al hijo no te acostarás con tu madre; así el Nombre del Padre cobra sentido para el sujeto. Destino familiar, A que sujeta para construir un neurótico sujetado a la Ley, sin más re–cursos que re–cursar o recorrer los caminos que la historia familiar, ese des–tino familiar, ese recorrido por lo no dicho (la no dicha) en las generaciones pasadas, historia detenida, embrollo de palabras y cuerpo. En el ejercicio de la razón que escatima saber, produciendo un discurso que enmudece los textos de los antepasados, esos que antes pasaron por allí. Herir los espejos para la creación de la propia vida, para lo sangriento, lo ignominado, lo ignominioso del vacío, aterradora vagina del mundo que entorpece el desplazamiento del sujeto. El amor nos deja sin palabras, amor de madre, de familia, nadie llega nunca a la cita, se cree en la confusión de los cuerpos que se traban para destrabarse, trovar de los cuerpos, sólo resto que remite a los restos mortales que somos. El abrazo no quiebra, no puede ser antes y después no es, verdad insoportable, pérdida del paraíso. El psicoanalista denuncia… Si he sufrido la sed, el hambre, todo lo que era mío y resultó ser nada; si he cegado las sombras en silencio, me queda la palabra.
La terapeuta conoció al paciente E. a fines de agosto de 1995. A pedido de la familia, concurre a la casa. Lo encuentra postrado, con un total abandono de los hábitos de higiene, con hipo y escupiendo parte de lo que come. No habla. La terapeuta tiene acceso a cassettes y poesías escritas por el paciente, meses antes. La madre relata episodios de la vida de E. y su entorno familiar, a–porta cifras, cifrado que anuncia su deseo, ese que ubica al hijo como re–porte de sus enunciados. Soy una escoria, dice en una grabación de febrero de 1995, antes de enfermarse. Me lo dijeron tanto que lo creí, soy una escoria. La sociedad debe librarse de las escorias como yo. Tendría que enfermarme para que me internen. Prendí el grabador para que quede algo aunque sea, dice. Hay algo adentro mío que se mueve, no lo puedo controlar. Yo tengo un pariente, un antepasado que fue ejecutado por los médicos, de hambre, remedios tóxicos, haciendo referencia a un hermano de su abuela. E. se enferma en abril, mes de su cumpleaños, alrededor de la fecha en que nace el hijo menor de su padre y su segunda mujer. Desde esa fecha se silencia y es su cuerpo el que habla, dice la historia, cuenta el cuento.
Cuando M., madre de E. nace, la abuela tenía 22 años. Pero M. es anotada en el Registro Civil a los 6 años por exigencia del colegio al que debía ingresar. En ese momento la abuela tenía 28 años. M. se casa a los 22 años. Su padre, abuelo de E., muere cuando ella tenía 28 años. Los 22 años son la fecha probable de contagio del HIV. Cuando se enferma, acaba de cumplir 28 años. E. filma un vídeo tiempo atrás. Se llama Las Mujeres Mintieron. En la película todo transcurre en silencio. No hay voces. E. sabe qué cosas mostrar, La voz de la abuela materna en otro cassette sentencia: Qué suerte que yo no tuve un varón. Lo hubiera matado si hubiera tenido un varón como vos. Jamás hubiera pensado tu abuelo tener una basura semejante. De sólo pensarlo se debe estar retorciendo en la tumba.
Basura como vos, que jodés porque se te antoja nomás. E. responde: Estas tardecitas de charlas con mi abuela. Otro día escribe: El mundo actual es peligroso. Me quiero morir. Mi abuela es un pac–man. Durante los últimos meses del año 1994 y los primero meses del año 1995, atraviesa un período que un psiquiatra rotula como Hipomanía. Se siente destinado dice: a denunciar lo que sucede con la medicina. Organiza una filmación espectacular dentro de un hospital. Habla con iluminadores, sonidistas, guionistas, músicos. El será el director de la película. Esta es la actividad del padre. Cuando debe comenzar a filmar, emprende un viaje. Regresa confuso, se pierde en el camino de vuelta a casa.
Abandona todas las actividades, el trabajo, la pintura, los amigos, la música. Hace ya tiempo que no ve a su ex–mujer y a su hijo de 8 años. Las primeras convulsiones las tiene estando hospitalizado en junio de 1995. Allí entra caminando y sale en silla de ruedas. Habla poco y a veces en otro idioma. Se nombra a sí mismo con un nombre de mujer. Dice que se ha transformado, que es R.K. Habla del mar, de los delfines (heredero del trono?), de barcos hundidos, de catástrofes. La terapeuta comienza a trabajar con E. sobre las cifras que tanto pesan, tarea para descifrar jeroglíficos que se han establecido modelando un destino que otorga al sujeto un lugar, que gesta una paternidad ausente. E. ofrece su vida a cambio de una historia familiar que lo contenga. En aquel momento, su abuela que espía y escucha, tiene un accidente cerebro– vascular y debe ser internada. Al ingresar al hospital dice que ella es M., la madre de E., dando el nombre y apellido de casada de su hija. Repite exactamente los síntomas que mostraba E. cuando la terapeuta lo conoció, hasta el hipo. E. comienza a mejorar. Sale del letargo de la cama, se sienta. Logra llegar a la consulta, en silla de ruedas, para seguir trabajando. Dice algunas frases. Habla por teléfono para comunicarse. Ha dejado de llamar a su madre constantemente y de comer sin detenerse.
Recupera los movimientos finos de las manos, lo que se observa en el acto de tomar café, pelar naranjas con un cuchillo. No escupe más. Su motricidad mejoró, logra pararse con ayuda, etc. En enero de 1996, luego de evaluar su situación se llega al diagnóstico de un síndrome febril prolongado de etiología desconocida que compromete el estado general del paciente. Se lo interna el día 28, en la guardia del Hospital de Clínicas, para luego ser derivado a una clínica de la provincia. Allí retrasan y a veces, olvidan administrarle su medicación anticonvulsiva. Como resultado de esa internación es dado de alta sin haber arribado a diagnóstico alguno respecto a la fiebre y con el agregado de doce convulsiones en menos de una semana. A veces su mirada se hundía en una telaraña espesa y todo desaparecía. Inútil llamarlo. No había nombre, ni sonidos. Había nada. Cuando regresa a su casa, aparece, en lo gestual, la bronca y el disgusto. En febrero y marzo fue empeorando. Por tener colocada una sonda vesical permanente, comienza con infecciones urinarias a repetición, a gérmenes cada vez más agresivos en cada nuevo episodio. El 17 de abril cumple 29 años. Está afásico y cuadriparético, obnubilado a punto de entrar en estado de shock. El miércoles 24 de abril está estuporoso y con mioclonías faciales, con síntomas prodrómicos de un estado de shock séptico, por lo que se decide a la tardecita su internación en el Hospital de Clínicas.
Desde lo médico se le coloca una máscara e hidratación parenteral. Lo mantienen en la guardia. Se le pide a la madre que ubique al padre de E. para que esté presente en esa instancia. No llega hasta una hora después de la muerte de su hijo. A la semana de haber muerto E., su madre entrega una agenda que no había encontrado antes. En esa agenda, en una de sus hojas dice: Objetivo: Huir ya. Comienzo: 28–1 Final: 24–4 Pasos a seguir: Resonancia magnética. Resolver el sí pero. Junto con la agenda hace llegar un dibujo titulado Hospital de Clínicas y una poesía. Todo lo había escrito y dibujado justo un año antes de morir. Miércoles 17 de abril – Miércoles 24 de abril. Me acerqué demasiado a la luz, había escrito.
El lugar testimonial de la agenda estuvo perdido para el trabajo, hasta después de consumada la muerte. E. sabía de esta verdad, de este despedazamiento. Su palabra como objeto desprovisto de su substancia real, convertida en el ánima, el alma que ama con un amor nostálgico que sólo la muerte puede satisfacer. Por mucho que pide su cuerpo perderse en algún encuentro sólo alcanza la nostalgia de la desesperanza. La vida es un tiempo que no sucede en ese cuerpo, cuerpo zo–sobrante, sobra a desechar, cuerpo marginal; bordeline que, en un hito de asombro se sofoca. La muerte parece ser una escondida esperanza de pronunciar la palabra nunca–dicha, esa que es secreto familiar, visión fantasmática nunca alcanzada.
En soledad con el acto creador el psicoanálisis engendra un estilo en su movimiento subversivo. Freud decía que el psicoanálisis es profundamente subversivo. Teoría no toda, no dicha, que no promete liberación: Nadie libera a nadie, quien libera a otro se convierte en su carcelero, no se admite ser liberado más que por uno mismo. J. Lacan dice: un análisis es una partida entre alguien que habla, pero al que se le advirtió que su palabra tenía importancia. En el caso clínico citado el sujeto, perdido en el paraíso familiar, no tenía soledad posible, su historia sólo era la come–día de la historia familiar, un cuerpo tomado por el a–salto del A. Petit a en perfil de poder actuante sobre el sujeto. Una madre, deseo de cuerpo enfermo y un padre, comandando esa enfermedad que no es otra cosa que, como corresponde, la en–ferme–dad, el encierro en lo familiar, en la heredad. Sujeto desterrado que adviene: festín de muerte, o analizante para la producción de un estilo que haga corte allí donde el sujeto subvierte la ley del padre. S–acer–dote… estupidez, yo doy cadáver con–sagrado nombre. La afirmación Dios ha muerto no niega la fe, es al revés, en el revés siempre está el objeto a. El consagrarse a un Dios es no abandonar la fe en otros Dioses, la larga historia de guerras y cruzadas religiosas lo prueba al combatirlos. Se trata de un profundo sometimiento al A que no se corre, el sujeto necesita destronarle, trono a destruir que luego será ocupado por Otro. J. Lacan decía en relación al carácter religioso de lo humano, siendo su posición frente a esto de nihilista–lógico: No servir a ningún Dios, re–apropiarse de las instancias de lo sagrado transferidas al A.
El discurso psicoanalítico decide respecto al estatuto de un objeto desconocido, sobre el que cae el peso de la indeterminación original del sujeto, esto reclama experiencias religiosas, en las que aparecen palabras que de–velan la causa innombrable de la existencia. El ateísmo, la caída de la omnipotencia del Otro o la subversión del sujeto es lo que todo análisis espera cuando alcanza su fin. Un síntoma orgánico es, como en el fetichismo, un objeto extraño, el ídolo ya no brilla con luz propia, y el órgano dañado enmarca el falo materno, metáfora de un movimiento encaminado hacia el objeto. Movimiento detenido por el encantamiento que se produce cuando el ojo se funde en el objeto, el objeto entonces mira al ojo, fascinación como objeto del sujeto allí detenido. El humor como modo de rehuir el sufrimiento, como modalidad del sufrimiento es el último recurso frente a la realidad–sentencia social: muerte, Formas que adopta el dolor, el terror, la desesperación rehusada, una suerte de sublimación pero con un aire perverso. El chiste, lo cómico, es ingenuo, defrauda el afecto esperado, es una forma de rebeldía, la renegación humorística dice entonces la muerte es cosa de niños y los que mueren son niños, represión de afecto transformado en humor para convertir al objeto sin valor en sujeto haciendo ley de su valor.